Al salir del coche, se cercioró de que lo llevaba todo: las velas, el arbolito, una botella de Petit Verdot, y toda la cena preparada en una de esas neveras portátiles que parecen dados gigantes de lona. Subió en el ascensor tarareando el último villancico que había escuchado justo antes de salir del centro comercial donde había estado comprando los platos preparados que llevaba. Se detuvo en la séptima planta y, al salir, tanteó el fondo de su bolso con la punta de los dedos sin mirar siquiera mientras se aproximaba a la puerta, hasta encontrar las llaves.
Todo estaba exactamente igual que la última vez que estuvo allí. Oscuro, vacío, con una capa de polvo que lo cubría todo y un acre olor a humedad y a cerrado que, curiosamente, era lo que se le antojaba más «familiar». Limpió un poco, lo mínimo, y sirvió la cena aún caliente sobre la mesa del comedor. Se sentó, presidiendo la mesa, y esperó. Con la mirada perdida, clavaba los ojos en la pared, escuchando a lo lejos el sonido amortiguado de la vida urbanita nocturna, el ruido encapsulado del agua dentro de las cañerías, y las voces ininteligibles de los vecinos del bloque.
—¡Mamá! —la voz venía de atrás y, al girarse, se encontró con lo que esperaba, una niña pequeña, de unos seis años, con una melena leonina rubia y bucles cayendo sobre sus hombros, que la miraba con una sonrisa enorme—. ¿Qué hay para cenar?
—Pularda rellena, cielo —contestó con calma, devolviéndole la sonrisa—, ¿te has lavado las manos?
—Pues claro —la niña se sentó a la mesa, a la izquierda de ella; su cuerpo, translúcido, dejaba ver a través de él, el respaldo de la siella.
—¿Y tu padre? ¿Aún no ha vuelto de trabajar?
—No lo sé, creí que estaba contig…
—¡Qué bien huele! —un vozarrón grave y gutural, desde la puerta; su dueño se acercó a zancadas, haciendo un ruido estrepitoso de botas con suela de cuero machacando el parqué del suelo, y plantó un beso que a ella le pareció como un cubito de hielo—. Eres la mejor, qué hambre tengo, joder.
—Pues antes ve a lavarte las manos —contestó ella con suavidad; el hombre se miró cómo si le hubieran dicho la mayor tontería del mundo, mientras el delantal que otrora podría haber sido blanco, presentaba tantas manchas de sangre rojas y marrones que parecía no haber sido lavado nunca.
—¿En serio? Amor, si estoy famélico… —la broma era mucho más efectiva viniendo de aquel hombre calvo y semitransparente, alto como un armario y robusto como un roble—. Por cierto —dijo sentándose a la izquierda de ella y haciendo caso omiso a sus palabras—, hoy viene mi madre a cenar.
—Tranquilo, corazón, la cena hoy es copiosa y ya sabes —le guiñó un ojo— donde comen tres, comen…
—¡Diez! —refunfuñó la anciana sentándose a la mesa, frente a ella.
—Suegra —ella suavizó aún más la voz enarcando una ceja—, la veo estupenda.
—Ya, ya… veamos qué has traído para la cena… —murmuró la vieja arrugando la nariz y esperó mientras le servían una buena ración de carne de pularda con salsa de manzana y puré de almendras.
La cena fue distendida y la sobremesa se alargó. La niña habló de un vampiro triste que había perdido a su novia, la anciana refunfuñó y el hijo de esta se rió como un dragón. Jugaron al Monopoly, hizo fotos con su teléfono, cantaron, bailaron y, a las 12 de la noche, el silencio se hizo. Recogió la cena y limpió en silencio. Se puso el abrigo y echó un último vistazo al piso. Suspiró antes de abrir la puerta, y cerró sin mirar atrás. El camino de vuelta, en su coche, lo hizo en silencio. No quería canciones, ni villancicos, ni anuncios de juguetes. Cuando aparcó en el garaje privado del edificio de oficinas donde trabajaba, se dio cuenta de que casi todo el mundo se había ido a pasar la noche con la familia. Al entrar en el edificio, solo el conserje la saludó, eso sí, con una sonrisa afable y sincera. Llegó a su despacho, no se quitó el abrigo y se sentó a escribir. Escribió durante una hora, a mano, y sin parar. Odiaba hacer informes, y odiaba hacerlo de noche. Cuando terminó, suspiró y cogió el móvil enviando datos vía wifi para imprimir algunas fotos y, al mirarlas, antes de graparlas al informe, susurró:
—Feliz Navidad.
Una única lágrima cayó sobre la foto donde se veía claramente al hombre alto, su anciana madre y la niña, todos ellos traslúcidos, como hologramas, comiendo y riendo, con la felicidad en sus rostros. La limpió y llevó la carpeta al despacho de su jefe. Al cerrarla, vio el logotipo marcado en tinta negra sobre la cartulina: Orpheus. Suspiró, se tragó las lágrimas y se fue a casa. Sola.
Este Capítulo Especial es un pequeño relato navideño, hecho a toda prisa pero madurado desde hace días, está entroncado con lo ocurrido a nuestros protagonistas vampiros. Espero que os guste, yo me lo he pasado genial escribiéndolo. Ah, por cierto…
Feliz Navidad.